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Las obras de Magdalena habitan el espacio, lo convierten en un lugar de experiencia en el que lo visible -el objeto de la mirada, una imagen que está siempre transformándose- se construye interpelando el cuerpo todo, y se hace presencia en los ojos y la piel, en y desde una percepción que abraza. Son obras de umbral, limítrofes y paradójicas, en las que la mirada se informa de pensamiento y el recorrido se realiza apropiándose de la memoria de sus propias vivencias, por ello, las estructuras geométricas dejan su condición abstracta y se hacen grafías sensuales, narraciones silentes de la naturaleza, escrituras del estar con el mundo, asumiendo el movimiento frágil, continuo y siempre cambiante que sólo es posible en aquello que crece porque desfallece, que surge porque se diluye, que deviene hacia su otro. Una geometría de lo viviente, en la que los elementos más simples, líneas o puntos, se hacen materia y se encuentran, se amarran o distancian, se tejen para expresar eso que parece inapropiable: la densidad incontenible de sensaciones e imágenes que acompaña toda experiencia. Así, convirtiendo los planos en volúmenes y las superficies en cuerpos, señalando y anunciando, con expresiones visuales que se disponen como ritmos y cadencias, la espesura sensual desde la que todo lugar se constituye, estas obras logran siempre afirmar y hacer presente algo intangible, sea virtual o emotivo, en lo que se pone de manifiesto la condición inaugural y efímera de todo lo existente.
Sandra Pinardi
"Arte contemporáneo de Venezuela",
Francisco Villanueva Editores,
2005
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