Objetos movientes – estructuras

La instalación de Magdalena Fernández invita a una experiencia corporal en un espacio no delineado, sino puntuado por elementos movientes.

Aquí, se penetra en un bosque. Un bosque invisible, compuesto no por árboles sino por los instrumentos de su percepción, nervios fosilizados que todavía vibran y dibujan con sus extremidades de lápiz el espacio de la búsqueda. La búsqueda de los árboles invisibles.

Uno camina por el bosque, dejando estelas movientes, mientras la tormenta suena en la distancia. Estela de vibración atrás, estela de silencio en frente. Estela de oscilaciones suaves, de tintineos ácidos, que evocan una presencia tenue, un rumor de existencia. A veces se producen cortocircuitos, las varillas gimen como sinapsis maltratadas.

Poco a poco los caminos se vuelven surcos, abiertos por el cuerpo atento y cada vez mas presente. Surcos de contactos erráticos, múltiples y minúsculos. Surcos repetidos, imprecisos, flotantes, que a veces logran inmovilizar un momento en su profundidad inexistente.

La obra es esta conjunción de itinerarios socavados en el vacío de los intervalos, en el tiempo de su sucesión. Itinerarios incognocibles e irrepetibles, cuyo movimiento invisible redobla la visibilidad inquieta de las varillas.

En otro lugar (Turpial), el bosque se hace luz. La interacción cambia de naturaleza. El cuerpo se queda inmóvil, mientras la imagen inicia un movimiento muy lento, despertada por un sonido-péndulo cuya oscilación se transmite a su entorno, en ondas tímidas que finalmente atingen al espectador y lo abarcan. Como si el tuviera decidido internamente de pasar de un pie al otro, sin concretizar este gesto.

A partir de este momento nos movemos - en plena inmovilidad – junto con la imagen, a su ritmo, al ritmo del sonido que estructura su navegación. Acompañamos sus aceleraciones y desaceleraciones. Interiorizamos el tiempo propio de la imagen, que es un tiempo dividido, estratificado. El tiempo horizontal es lento, indeciso. El tiempo vertical intenso y breve.

Entre los impulsos del movimiento se apartan fragmentos de no-tiempo, puntos de tiempo inmóvil. Nos quedamos inmóviles pero nuestra mirada nos mueve. En torno al sonido el espacio se ensancha, tocamos el sonido con la mirada, él se desplaza y se profundiza. Se convierte en luz y se abre como una puerta, se convierte en luz y se cierra como una noche.

Más allá (lluvia), el blanco y el negro esbozan visiones de ciegos. Vivimos el sonido como si substituyera la imagen, como si midiera el camino de la imagen. Vivimos la imagen como si fuera la concreción del sonido, el itinerario del sonido en el tiempo. Vivimos el tiempo como si fuera nada más que una imagen, una imagen suavemente dilacerada por un sonido.

Desde el silencio negro los sonidos ligeros despiertan la luz y ensartan (hilan) los segundos. Los sonidos caen como gotas de una visibilidad anunciada, que empieza a vibrar. Pues los sonidos se sobreviven a si mismos, y se amplifican como rastros cada vez más presentes de esta visibilidad. Se entrelazan con fibras de tiempo para abrir el camino de una imagen en constante reinvención.

Es como si la imagen no se viera a sí misma, sino se buscara a través del sonido. Y se construyera en el triángulo instable trazado en el espacio/tiempo entre espectador, pantalla y ondas sonoras.

Anne Louyot
2012


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