Un recorrido por los Ecos de Magdalena Fernández

La obra de Magdalena Fernández (Caracas, 1964) encarna de una manera cristalina la vigencia que en nuestros días tienen los postulados que definen uno de los cánones del arte del siglo XX como es la abstracción, aun cuando en su caso lo abstracto surja desde una parcela ajena a un oportuno rescate desde la historia del arte. Mucho se ha especulado y valorado sobre la incorporación de su obra a la tradición abstracto-geométrica venezolana, pero también es muy significativo cómo la abstracción en el trabajo de esta creadora surge de su relación con la naturaleza y con el paisaje sonoro de su ciudad natal. Sin embargo, conceptos como el punto y la línea, el espacio y la geometría son claves para entender el trabajo de esta artista venezolana, aun cuando son tan sólo el punto de partida de unas propuestas cargadas de variados sentidos poéticos que quedan sellados por el mismo título de esta exposición: Ecos.

Magdalena Fernández comienza su intensa carrera artística hacia comienzos de los años noventa en su natal Venezuela, luego de unos años de estudio en Italia que marcaron definitivamente su relación con los materiales y con la abstracción geométrica. Sus obras de ese tiempo están definidas por la voluntad de trazar unas geometrías muy sutiles desde la transparencia del plexiglás y del nailon, un material comúnmente empleado por los creadores ligados al cinetismo y el op art (Fig. 1). Por otra parte, fue muy significativa la influencia de los grandes diseñadores y artistas italianos como ag fronzoni o Bruno Munari, sobre todo por la apuesta minimalista y por la idea de un diseño concebido como obra de arte (y al revés).

Desde ambos conceptos, lo reductivo de elementos mínimos y la transparencia, se puede entender su apuesta estética de los años noventa: grandes instalaciones que generaban planos virtuales a partir de hilos y pequeñas bolas negras (Fig. 2), como puntos y líneas en el espacio real o paralelepípedos suspendidos en el aire, definidos sólo por sus vértices, y que al ser tocados por el espectador se movían sin orden, deformando su constitución original (Fig. 3).

Las muestras de Fernández de esa década causaron una fortuna crítica muy positiva. En su país natal, la obra retrotraía al espectador a un pasado inmediato de la historia de las artes en Venezuela, definido por uno de los cánones del arte moderno nacional, como es la abstracción. Con sus geometrías virtuales, Magdalena Fernández recordaría a algunos la obra de artistas cinéticos como Jesús Soto o Gertrude Goldschmidt, Gego, aun cuando estas analogías eran bastante imprecisas y sólo parecían venir motivadas por las neblinas confusas del recuerdo, pues ciertamente el lenguaje de la artista en esos años era muy personal. Por ese entonces, sus obras no gozaban de la organicidad y la poética artesanal de la artista moderna germano-venezolana ni de la apuesta cinética del maestro venezolano incluso cuando la crítica de arte ya comenzaba a incluir sus obras en una genealogía de la abstracción como un mecanismo de pertenencia a un relato local de las artes. Como señala el historiador de arte venezolano Ariel Jiménez: “Para Magdalena Fernández (...) el recurso a las formas geométricas es una forma de vinculación histórica, una manera de insertarse en el seno de una de las tradiciones pictóricas mas fuertes y significativas del siglo XX”.1 En realidad, algo que resultaba meritorio era el hecho de que una joven mujer artista asumía uno de los estilos más “masculinos” de la historia del arte moderno: por sus materiales, por la rotunda y angulada geometría de sus formas y, sobre todo, por cuanto sus nombres protagónicos fueron, hasta hace relativamente pocos años, exclusivamente de hombres.

Aunque la escultura o las instalaciones pudieran recordar a los Penetrables de Jesús Soto o las Reticuláreas de Gego (Fig. 4), todavía no había registros convincentes de que la artista estaba haciendo una conexión directa con obras específicas de estos creadores. Las coincidencias formales no hablan por sí solas de una referencia directa. De hecho, su obra parecería estar más cerca por ese entonces de la naturaleza que del ejercicio racionalista y formalmente puro de la abstracción.

No va a ser sino hasta mediados de la década del 2000 cuando comienza un giro en su trabajo: la naturaleza del trópico comienza a negociar de manera más elocuente con la fría racionalidad de lo geométrico, algo muy evidente en sus videoinstalaciones de finales de los noventa y comienzos de la década posterior. Hormigas, luces oscilantes sobre agua y el paisaje urbano son los temas de esas primeras videoinstalaciones, totalmente ajenas a la tradición del frío y formal geometrismo moderno venezolano. Del mismo modo, sus esculturas en alambre y sus instalaciones recuerdan más una urdimbre vegetal que los espacios virtuales definidos por los esquemas de tejidos en el mismo material de Gego, por ejemplo.

Se puede afirmar que la relación entre la historia de la abstracción y la naturaleza comienza a ser una estrategia clara en obras como 1pm006 Ara ararauna (2006) (Fig. 5). Este video recoge los graznidos de una guacamaya (ave muy común en los cielos caraqueños) que a su vez mueven tres planos de colores puros, divididos por barras negras. La pieza pertenece a una serie intitulada Pinturas móviles. No queda duda de que, en este caso, las relaciones con el arte abstracto moderno y con Piet Mondrian es más que evidente.

Del mismo modo, otra obra de 2004 es muy elocuente de la incorporación sonora del paisaje caraqueño. La pieza intitulada 1.2dm004 Eleutherodactylus coqui (de la serie Dibujos móviles) (Fig. 6) consistía en un inmaculado cuadrado de líneas blanquísimas que se modifica cada vez que una ranita, muy común en las lluviosas noches de la capital venezolana, croa. Como alguna vez se escribió sobre esta pieza: “[para] Magdalena Fernández la ciudad es una referencia puramente “auditiva” llena de evocaciones emocionales, en una representación “sonora” del lugar. Habría que tomar en cuenta, viendo esta propuesta, que el paisaje no es solamente una construcción intelectual, sino también un género artístico que se define por el recuerdo memorioso –esto es: sensibilizado– de un lugar, que es a su vez un motivo artístico. Fernández enlaza una tradición geométrica (intelectual) de poderosas repercusiones en el arte de Venezuela con el recuerdo resonante (emocionado) de su ciudad natal”.2

Quizás por primera vez en años, Fernández asume con diáfana claridad la idea del “eco” que da título a esta exposición —su primera individual en tierras mexicanas— y del homenaje como una forma doble de celebración y apropiación.

Desde entonces, lo que ha signado buena parte de la producción artística de Fernández es su relación con algunas figuras históricas del arte moderno, sobre todo con ciertos nombres importantes de la genealogía abstracto-geométrica. Las obras seleccionadas para esta muestra suponen un compendio de gestos que reproducen otros previos. Como si gritáramos en un valle montañoso alguna frase en altavoz, que se va modificando en la repetición y va tomando una vida propia, estas obras son a su vez ecos de otras obras, de detalles o ideas de otros artistas. Sin embargo, tal como ocurre con los ecos sonoros, cuando el mensaje regresa viene cargado de otra musicalidad. Ver o participar de las obras de Magdalena Fernández supone tener una experiencia desde una sensibilidad distinta. Lo que en la obra de los artistas abstracto-geométricos ocurría en el plano de la pura visualidad, en las instalaciones audiovisuales de esta artista acontece en un lugar marcado por el espacio, por el tiempo y por el sonido. De alguna manera, lo que Magdalena Fernández se propone en su obra es cristalizar lo que para buena parte de la abstracción geométrica del siglo pasado era una utopía: trasladar al cuerpo y al entorno real y físico del espectador lo que tan sólo acontecía en la retina y en la superficie plana del cuadro.

En este escenario crítico, las instalaciones realizadas ex profeso para Ecos, tanto en su versión en el Museo de Arte Carrillo Gil de la Ciudad de México como en el Museo Amparo de Puebla, son significativas y poderosamente simbólicas. Para el primero de los museos mexicanos, la artista propuso una pieza que es un homenaje al creador Jesús Soto desde una lectura que “deconstruyó” esas obras del maestro cinético venezolano intituladas Penetrables y, desde una visión tridimensional e “instalativa”, también empleó los célebres patrones bidimensionales de líneas paralelas de este artista moderno que se pueden encontrar en casi toda su producción y que le permitió desarrollar el movimiento virtual y la desmaterialización de las formas: santo y seña de su lenguaje artístico. A diferencia de los Penetrables, definidos por un volumen virtual en forma de paralelepípedo, la pieza de Fernández para el museo de la capital mexicana, intitulada 1iS019. Homenaje a Jesús Soto (2019), (Fig. 7) consistía en una miríada de varillas de aluminio anodizado suspendidas y que se organizaban en grupos definidos por su forma: dos largos planos y otro conjunto de las mismas barras, pero inclinadas, ubicadas de manera totalmente informe, rodeando los minimalistas planos en un juego muy particular de contrarios.

En contraste con la participación del público en los Penetrables de Jesús Soto, donde el espectador situado en el exterior de las obras es testigo de la desmaterialización de los que ingresaron —penetraron— a la pieza, desde una vibración óptica, en la obra de Magdalena Fernández el público se mueve entre las varillas sin que esto suponga necesariamente una inmersión en la pieza y su activación es de alguna manera más auditiva que visual.

En realidad, 1iS019. Homenaje a Jesús Soto no sólo expande hacia la tridimensionalidad los patrones pictóricos de líneas paralelas de Soto, sino que ofrece un guiño adicional: el conjunto de varillas inclinadas invita al espectador a pasearse entre ellas como si lo hiciera en un sombrío bosque sonoro. Las varillas inclinadas rompen efectivamente la severidad de los planos y retoman de sutilmente la relación que existe entre la naturaleza y la abstracción en su lenguaje artístico.

En el Museo de Arte Carrillo Gil, 1iS019. Homenaje a Jesús Soto fue una obra que indudablemente funcionó en el espacio expositivo como preámbulo a otro “eco” proveniente del trabajo cinético de Soto, como es el díptico compuesto por 1pmS011 (2011) y 1pmS015 (2015), que comentamos más adelante. Ambos videos tienen como lejano referente dos obras tempranas de Soto, en las cuales la naturaleza sonora de las mañanas y de los atardeceres caraqueños son protagonistas indiscutibles.

Ciertamente, para esta exposición se seleccionó un grupo de obras que evocan imágenes y conceptos de paradigmáticos maestros modernos como es el caso de Jesús Soto. Hay ecos de Lygia Clark, Joaquín Torres-García, Hélio Oiticica, Kasimir Malévich, Piet Mondrian y ag fronzoni, entre otros. Son obras que justamente comienzan a surgir en 2006 y que desde entonces han definido uno de los ejes de la producción artística de Magdalena Fernández hasta la actualidad.

En esta muestra, la obra 4dm004 (2004)es de hace exactamente 15 años (Fig. 8) y tiene, como las otras piezas, un vínculo directo con la obra de un maestro de la historia del arte, Sol LeWitt. Igualmente, se enmarca en un conjunto de videos asociados a un artista moderno. De hecho, la primera vez que esta pieza se mostró acompañó a 3pm006 (2006), de la serie Pinturas móviles, la cual representa, de la misma manera acuosa, el cuadrado blanco sobre blanco y, en otra pantalla, el cuadrado negro sobre blanco del suprematista ruso Kasimir Malévich (Fig. 9).

De tal manera que, al menos en el contexto de esta exposición, la secuencia de ecos resulta más bien una especie de cronología de sus propias obras y, por qué no, de los artistas homenajeados. Es, si se quiere ver así, una historia íntima del arte desde los ojos y los intereses intelectuales de Magdalena Fernández. Pensemos por un momento si esta hipótesis es válida, que precisamente la historiografía del arte del siglo pasado ha establecido como las primeras obras abstractas del siglo XX el conjunto de monocromías blancas y negras de Malévich. Y en el contexto de esta exposición, es igualmente la primera obra de Magdalena Fernández donde acude directamente a obras históricas de la tendencia abstracto-geométrica. Sin embargo, esta relación entre el arte precedente del siglo XX y la naturaleza no se suspendió con la incorporación a su obra de la nómina de los artistas racionalistas del arte concreto del siglo XX . En 2011 realizó una exposición de manera simultánea en tres espacios y cuyo título es un recordatorio de la naturaleza como un lugar orgánico y mutable. Se llamó Objetos Movientes: Atmósferas – Estructuras - Tierras, y en una de las sedes reunió piezas pertenecientes a una serie llamada Video apuntes. En varios de ellos, y a partir de materias orgánicas como ramas y pequeñas maderas, Fernández fue construyendo un espacio muy evocador de las estructuras del maestro del universalismo constructivo, el uruguayo Torres-García (Fig. 10).

No es azarosa esta vinculación entre las materias orgánicas presentes en estos videos de Fernández y el maestro de la Escuela del Sur. Torres-García realizó desde los años veinte muchos ensamblajes y esculturas en madera siguiendo sus principios de una estructura que contiene muchos elementos, tanto figurativos como abstractos .

Si Magdalena Fernández dinamiza desde su reflejo acuoso los planos monocromos de Malévich, a Piet Mondrian lo emparentará con otro gesto de origen natural, como es una intensa y gradual lluvia tropical en su proyección multicanal 2iPM009, de 2009. Estrechamente relacionada con Torres-García (como también lo será con el maestro cinético venezolano Jesús Soto), la obra de Mondrian escogida es la célebre Composición No. 10 de 1915, también titulada Muelle y Océano (Fig. 11). Es bien sabido que con esta pintura Mondrian se propuso ir más allá del cubismo hacia un arte puramente abstracto y a partir de una dialéctica hegeliana de opuestos entre horizontales y verticales, resultado de sus lecturas del filósofo alemán. Asimismo, esta ejemplar pintura, actualmente en el Museum of Modern Art de Nueva York, está concebida desde esa vocación natural de la primera abstracción de movilizar la realidad, en este caso un paisaje marino, a una síntesis de líneas que a su vez se transforma en una experiencia espiritual y no exclusivamente visual, una pintura para una contemplación más interior que exterior. La llovizna que va dibujando el Mondrian de Fernández en el espacio de proyección es igualmente un gesto de mudanza de lo real a lo figurado. Es una representación de la naturaleza desde un ejercicio musical muy abstracto, de percusión corporal. Toda la obra es en realidad un tour de force muy dinámico entre lo tangible y lo abstracto, entre la naturaleza y su desmaterialización y recreación a partir de líneas y sonidos. En este sentido, la otra gran obra que dinamiza una pintura histórica la hace nueve años atrás.

Magdalena Fernández decide realizar la que tal vez es la segunda videoinstalación en la cual abiertamente se apropia de una obra específica y que se alza como un homenaje a su autor, incluso desde el propio título de la obra —resulta significativo que sus obras estén siempre identificadas con números y letras asociados a la fecha de su realización y no con una frase o una palabra—. 1iHO008. Homenaje a Hélio Oiticica (2008) consiste en una videoinstalación de varios canales que “animan” el espacio de su proyección con uno de los célebres Metaesquemas de uno de los más importantes creadores de la historia del arte latinoamericano, el brasileño Hélio Oiticica. Los planos azules que componen la obra original, un gouache sobre cartón de 1958 (Fig. 12), comienzan a desplazarse por las paredes del recinto de exhibición, alineándose y chocando, moviéndose con sutileza, como si se tratara de una danza de formas rectangulares.

¿Cuál fue la intención de la artista al generar un video animando unas formas originalmente estáticas? Sin duda alguna, el Homenaje a Oiticica no sólo es formal, sino que busca completar un ciclo que los Metaesquemas no pudieron hacer en su momento, razón por la cual Oiticica se desplaza del arte concreto a unas formas y unos gestos igualmente abstractos, pero menos ópticos y más hápticos (parafraseando al historiador de arte brasileño Paulo Herkenhoff). Cuando entramos a la videoinstalación, nuestros propios cuerpos y los cuerpos planos de azul Klein del artista brasileño comienzan a moverse y a entrar en tensión entre ellos y nosotros, haciendo también que los Metaesquemas se alcen independientes en el espacio, desde su virtual proyección cinemática.

La tercera obra de esta muestra, que supone un eco de otra previa, es 1pmS011. Realizada hace ocho años, la proyección está inspirada en una pieza icónica muy temprana del maestro Jesús Soto intitulada Desplazamiento de un elemento luminoso, un ensamblaje en acrílico de 1954. Esta pieza junto a 1pmS015, de 2015, suponen una suerte de díptico inspirado en las célebres vibraciones del maestro cinético venezolano. La estrategia en estos homenajes es similar a la pieza basada en la pintura de Mondrian, salvo que, en este caso, los ruidos son una sinfonía multiforme de ranas croando, un bebé llorando, unas guacharacas o chachalacas (Ortalis ruficauda) emitiendo sus típicos graznidos, el ruido de una autopista, unos grillos cantando, un perro ladrando, y al final, muy brevemente, se escuchan los acordes del himno nacional de Venezuela.

¿A qué se debe este aparente desconcierto de ruidos tan dispares? En el fondo, este paisaje sonoro es Caracas, pero ¿qué tiene que ver con el maestro del cinetismo? La clave de esta relación está, sin lugar a duda, en el final del audio de la segunda de las obras mencionadas, en esos acordes casi inaudibles del himno nacional. Y es que estos homenajes a Soto suponen un ejercicio de revelación y constatación de cómo la obra de este creador, al igual que las de sus colegas Carlos Cruz-Diez o Alejandro Otero, han sido el arte representativo de la nación; la imagen visual de Venezuela, así como el himno patrio como suele ser usual, su imagen sonora.

No hace falta insistir en el hecho de que, efectivamente, Magdalena Fernández es una artista sensibilizada por la naturaleza y, por tanto, a la manera de los pintores de paisajes, sus obras son unas construcciones intelectuales en torno a este género del arte.

Detengámonos en este recorrido textual por Ecos para comentar, por una parte, la monumental instalación titulada 3i019 (2019)para el vestíbulo del Museo Amparo y, por último, la delicada y a la vez poderosa instalación de sitio específico que concibiera especialmente para la terraza de este museo.

A lo largo de su carrera, Magdalena Fernández ha creado una diversidad de piezas que establecen un diálogo estrecho con la arquitectura. Al paso de estas intervenciones, las volumetrías varían su tamaño de forma bastante radical. Algunas son muy sutiles y delicadas; como la instalación que diseñó a partir de cientos de varillas de acero que sostienen cantos rodados. Instalada por primera vez en el Parque de la Amistad en Netanya, Israel, y posteriormente en el Museo Alejandro Otero de Caracas y en el Memorial de América Latina en São Paulo en 2001 (Fig. 13). Mientras, otras intervenciones son bastante más contundentes, retando a la naturaleza de los lugares donde se instalan. Pienso en este momento en la pieza 1i997 (1997) (Fig. 14), que consiste en una estructura tubular blanca, cuyas proporciones parecían contravenir las del espacio donde fue originalmente instalada: el pasillo interior de la galería de arte nacional de Venezuela, un espacio de estética muy clasicista, diseñado por el arquitecto moderno venezolano Carlos Raúl Villanueva en sus comienzos en la profesión. En una esquina del museo caraqueño, los cilindros blancos caían como en cascada, retando desde su informalidad e inestabilidad la solidez y el equilibrio del lugar.

3i019, (Fig. 15) la monumental instalación para el principal museo de Puebla, establece por el contrario un diálogo muy horizontal con el espacio diseñado por el arquitecto mexicano Enrique Norten durante la actualización arquitectónica del Amparo, aprovechando la sutil cuadrícula que los vidrios trazan en la amplia entrada del edificio. Fernández diseñó a su vez una retícula igualmente sutil y blanca, donde unos tubos más gruesos y blancos se van alzando hacia la terraza del lugar. Resulta interesante la relación que se puede establecer entre la intervención escultórica del museo venezolano y la de Puebla, ya que ambas acuden al blanco y a las formas tubulares para comentar cada espacio arquitectónico desde aspectos opuestos: frente al clasicismo de reminiscencias grecolatinas, la artista propone una estructura desbordada, informe e inestable; mientras que de cara a la arquitectura sutil, evanescente y posmoderna del Museo Amparo, Fernández incorpora de manera natural una red cuadriculada muy racionalista que aparenta derivar del edificio poblano.

Uno de los delicados gestos que me parecen destacables de las intervenciones arquitectónicas en el Museo Amparo es la aparente intencionalidad de continuidad entre ambas propuestas descritas. La mirada del espectador al llegar al museo escala hacia el techo transparente del vestíbulo, brincando entre los blancos acentos horizontales de la red. Al llegar al techo, que es a su vez mirador y terraza, se enfrenta a la otra instalación de la artista, titulada 2i019 (2019) (Fig. 16). Si esta instalación apunta hacia el cielo, la segunda obra de sitio específico baja el cielo al museo.

La pieza consiste en una intervención en el maderamen del piso de la terraza y mirador del edificio. Sustituyendo algunas tiras de la teca del suelo por espejos, la obra refleja el cielo poblano en el techo del museo y, en consecuencia, integra fragmentos celestiales al piso por el cual usualmente transitamos para admirar no sólo el azulísimo cielo de Puebla de los Ángeles sino sus bellísimas cúpulas barrocas. Es decir, nos encontramos pisando el cielo al tiempo que lo vemos: es una imagen poética y sin duda muy iluminadora de otra manifestación del eco.

Sin embargo, hay mucho más que decir de esta singular intervención. No sólo evita vincularse con alguna obra o nombre del arte geométrico, a diferencia de la pieza específica para el Museo de Arte Carrillo Gil. Esta intervención arquitectónica de espejos puede ciertamente recordarnos otras donde este material juega un rol protagónico en la refracción del paisaje. Para abonar a la idea igualmente equivalente de un eco (como es el espejo) podemos pensar, tan sólo formalmente quizás, en la serie de nueve desplazamientos de espejos a lo largo de la península de Yucatán que hiciera Robert Smithson en 1969. Las piezas de este artista suponen un diario evolutivo sobre el tiempo y la posibilidad de integrar la historia como un relato visual, fragmentado y atemporal, mientras que la obra de Magdalena Fernández se ocupa de generar una intervención concreta en la arquitectura del museo que desdibuja la rotunda y rectilínea trama de maderas, introduciendo el elemento de mayor inestabilidad posible como son los cambiantes estados del tiempo y de la luz natural.

Es evidentemente una obra que incorpora conceptos que definen el trabajo de Magdalena Fernández como son la inestabilidad y el movimiento, así como la bellísima idea de un reflejo visual, inmaterial, como una repetición, como un eco del tiempo.

Finalmente, lo que hace Magdalena Fernández no es sólo enunciar las últimas palabras de las frases que otros pronunciaron —como el castigo que le infligiera Hera a la ninfa Eco—; sino que además sus obras resuenan desde la palabra de otros, y son a su vez una imagen que refleja, como el Narciso de quien se enamoró Eco, la imagen de un país, de un continente y de la entrecruzada historia de sus visualidades.

1 Ariel Jiménez, “Tradición y Ruptura” en: La invención de la continuidad (Caracas: Galería de Arte Nacional, 1997), 39.

2 Carlos E. Palacios, “Acciones Disolventes” en: Acciones disolventes. Videoarte latinoamericano (Caracas: Centro Cultural Chacao/Fundación Cisneros), 2009.


Carlos E. Palacios
Cuernavaca, marzo-mayo de 2019.

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